Lo primero en visitar fue una gran plaza, llena de pantallas gigantes y tiendas que sin hablar te llamaban a su entrada, la famosa e increible Times Square. Al cielo lo acompañaba la luna, con lo que fue más increible aún aquello. Miles de luces a nuestro alrededor con una escalera roja espectacular dónde no dudamos ni un momentos en fotografiarnos.
El primer día cotidiano en contacto con la sociedad newyorkina fue en el metro. Debíamos ir hasta Midtown a hacer un examen de nivel. Sin saber muy bien dónde ivamos, aunque teníamos los bolsillos llenos de mapas, bajamos por la boca del famoso subway de Pen Station de la 34 st. y nos montamos en uno de esos vagones de película repleto de personas con cafés calentitos en vasos de plástico y mp3s de esa famosa marca que tiene por icono una manzana mordida. Fue al cerrar las puertas, la primera de las muchas veces que oiríamos el famoso "stand clear of the closing doors, please!" que se convertiría en una de las canciones de la banda sonora de nuestro viaje.
En la nota que saqué de internet indicaba que el trayecto duraría unos diez minutos pero a los cinco no esperé más y pregunté a una chica si ívamos en el tren correcto. Después de que la chica al fin entendendió lo que le estaba queriéndo explicar, cosa de los nervios por hablar bien, nos dijo que bajáramos del vagón porque ívamos en el tren de sentido contrario a Midtown, muy amable y perdiendo su tiempo, porque ella sí iva en sentido correcto, nos acompañó hasta dónde coger el nuestro. Una vez llegamos a la oficina nos identificamos y pasamos a una sala repleta de españoles sobre todo, pero también de personas de otras nacionalidades del mundo que se sentían igual de pequeñitas que nosotros en esa metrópoli del glamour y las compras.
Intermediate fue el resultado de nuestro test y contentas salimos de allí las tres juntas, camino del Empire State Building para verificar nuestro grupo. Nerviosismo era nuestro estado: ívamos a subir por primera vez al gran edificio emblema por excelencia de esa que se había convertido ya en el segundo día de nuestra estancia, en nuestra ciudad.
Fue una experiencia inolvidable. No podremos borrar de nuestra memoria aquel botones latino que nos sacaba una sonrisa todas las mañanas al entrar, imitando voces famosas al estilo más "pijo" y al que siempre recurría para que me ayudase a entrar, ya que todas las mañanas me sucedía algo con el código de barras de mi tarjeta.
Los chicos con publicidad para subir al mirador del edificio no paraban de intentar vendernos las entradas, por supuesto teníamos cara de "no me creo estar aquí" pero supimos esquivarlos y poder entrar por fin, después de darle la vuelta a la calle unas tres veces ( tiene varias puertas, parecen millones..)
Nuestra escuela blanca y azul, de moquetas en el suelo, era acogedora y tenía decenas de clases con cristales que daban a muchos pasillos que al único sitio dónde te llevaban era a dar vueltas.
Estabámos en clases diferentes pero que comenzaban y finalizaban a la misma hora. La mía particularmente, era pequeña y recogidita, contaba con una gran pizarra, un minúsculo reloj redondo encima, también había una estantería donde sólo cabían seis libros al lado de donde siempre se sentaba nuestro profesor, y en la pared, colgaba un mapa del mundo dónde muchas veces se nos veía con algún compañero señalando de dónde proveníamos. Había tres ventanas que dejaban pasar la asombrosa luz newyorkina y justo enfrente se asomaba majestuosamente apuntando con su aguja al cielo y sus gárgolas obervando la ciudad a su alrededor, el elegante Chrysler.
El primer día cotidiano en contacto con la sociedad newyorkina fue en el metro. Debíamos ir hasta Midtown a hacer un examen de nivel. Sin saber muy bien dónde ivamos, aunque teníamos los bolsillos llenos de mapas, bajamos por la boca del famoso subway de Pen Station de la 34 st. y nos montamos en uno de esos vagones de película repleto de personas con cafés calentitos en vasos de plástico y mp3s de esa famosa marca que tiene por icono una manzana mordida. Fue al cerrar las puertas, la primera de las muchas veces que oiríamos el famoso "stand clear of the closing doors, please!" que se convertiría en una de las canciones de la banda sonora de nuestro viaje.
En la nota que saqué de internet indicaba que el trayecto duraría unos diez minutos pero a los cinco no esperé más y pregunté a una chica si ívamos en el tren correcto. Después de que la chica al fin entendendió lo que le estaba queriéndo explicar, cosa de los nervios por hablar bien, nos dijo que bajáramos del vagón porque ívamos en el tren de sentido contrario a Midtown, muy amable y perdiendo su tiempo, porque ella sí iva en sentido correcto, nos acompañó hasta dónde coger el nuestro. Una vez llegamos a la oficina nos identificamos y pasamos a una sala repleta de españoles sobre todo, pero también de personas de otras nacionalidades del mundo que se sentían igual de pequeñitas que nosotros en esa metrópoli del glamour y las compras.
Intermediate fue el resultado de nuestro test y contentas salimos de allí las tres juntas, camino del Empire State Building para verificar nuestro grupo. Nerviosismo era nuestro estado: ívamos a subir por primera vez al gran edificio emblema por excelencia de esa que se había convertido ya en el segundo día de nuestra estancia, en nuestra ciudad.
Fue una experiencia inolvidable. No podremos borrar de nuestra memoria aquel botones latino que nos sacaba una sonrisa todas las mañanas al entrar, imitando voces famosas al estilo más "pijo" y al que siempre recurría para que me ayudase a entrar, ya que todas las mañanas me sucedía algo con el código de barras de mi tarjeta.
Los chicos con publicidad para subir al mirador del edificio no paraban de intentar vendernos las entradas, por supuesto teníamos cara de "no me creo estar aquí" pero supimos esquivarlos y poder entrar por fin, después de darle la vuelta a la calle unas tres veces ( tiene varias puertas, parecen millones..)
Nuestra escuela blanca y azul, de moquetas en el suelo, era acogedora y tenía decenas de clases con cristales que daban a muchos pasillos que al único sitio dónde te llevaban era a dar vueltas.
Estabámos en clases diferentes pero que comenzaban y finalizaban a la misma hora. La mía particularmente, era pequeña y recogidita, contaba con una gran pizarra, un minúsculo reloj redondo encima, también había una estantería donde sólo cabían seis libros al lado de donde siempre se sentaba nuestro profesor, y en la pared, colgaba un mapa del mundo dónde muchas veces se nos veía con algún compañero señalando de dónde proveníamos. Había tres ventanas que dejaban pasar la asombrosa luz newyorkina y justo enfrente se asomaba majestuosamente apuntando con su aguja al cielo y sus gárgolas obervando la ciudad a su alrededor, el elegante Chrysler.